¿Debe aplicarse el mismo sistema garantista en la actividad bancaria y en el segmento fintech?

 

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La garantía y la protección que ofrecen las entidades bancarias a sus clientes en las operaciones financieras reside en su seguridad jurídica, en el prolijo derecho bancario contractual y en los mecanismos de supervisión y de control establecidos por los bancos centrales y otras instituciones supervisoras.

 

La llamada “licencia bancaria”, es decir, la autorización administrativa que el banco central otorga a una entidad financiera para que pueda captar depósitos del público conlleva también importantes obligaciones de carácter regulatorio y de supervisión prudencial.

 

El devenir de la crisis financiera y la intención de evitar su repetición en el futuro iniciaron una incesante tormenta regulatoria desde el año 2008 que, si bien, ha conducido a un forzado reforzamiento de su solvencia a través del compendio normativo conocido como Basilea III y otras disposiciones, ha hecho zozobrar a muchas entidades del sector bancario, ya bastante maltrechas por el largo temporal de recesión sufrido.

 

La regulación financiera es imprescindible, pero si la ola regulatoria es desproporcionada, puede sobrepasar al sector; más aún, cuando circunstancias excepcionales, como unos tipos de interés paradigmáticamente extraños dificultan la maniobra y el control del aparejo, con un fuerte mar de fondo provocado por la disrupción tecnológica.

Las regulaciones excesivas con fines de protección y de prevención exhaustiva, que tratan de asegurar lo que no siempre es asegurable y de recoger una casuística tan inabarcable como impredecible, pueden tener consecuencias no deseadas e imprevistas. Ante la adversidad para unos y la apertura de oportunidades para otros, el instinto de supervivencia del ser humano aplica su ingenio a las estructuras institucionales y empresariales, encontrando siempre soluciones efectivas.

 

Así ha ocurrido con el denominado sector Fintech, integrado por toda una nueva y variada gama de plataformas financieras digitales que “surfean” en esas aguas turbulentas y que navegan aún más aprisa cuanto mayor es la dimensión de la marea tecnológica.

 

En ese entorno, los inquietos y activos inversores se enfrentan al dilema de la elección entre el sistema de garantías que ofrece un sector bancario hiperregulado y reputacionalmente dañado o la novedad y agilidad del sector fintech. Ahora, las cuestiones puramente financieras como la rentabilidad o el riesgo de las inversiones se mezclan con otras como la flexibilidad, la accesibilidad y la experiencia del cliente. Así, la innovación tecnológica ha generado una economía colaborativa globalizada que profundiza como nunca en la desintermediación financiera, con tal variedad de modalidades conceptuales y procedimientos que parecen redescubrir el negocio financiero, pero que dejan mucho campo abierto a las interpretaciones normativas.

 

Las taxonomía habitual que clasifica a las entidades que integran el sistema financiero, como las entidades bancarias o de depósito, los Establecimientos Financieros de Crédito, las Empresas de Servicios de Inversión, las entidades de seguros y pensiones, así como un largo etcétera de auxiliares financieros tradicionales, incluidas las ya nominalmente disruptivas Entidades de Dinero Electrónico, hoy reguladas en la Ley 21/2011, pero ya contempladas hace 12 años en la Ley 44/2002), parece insuficiente para incluir a todas esas nuevas especies de actividad financiera.

 

De algún modo, puede ser más apropiado considerar que el Fintech se debería tratar como un nuevo subsector dentro del sistema financiero, dotándose así de un carácter más inclusivo y formalmente mejor ubicado que el concepto de “ecosistema fintech” peyorativamente autoexcluyente. También cabe su reubicación separada entre las categorías ya existentes, una vez definida su función y actividad.

 

Esta cuestión clasificatoria es particularmente trascendente: por un parte, su inclusión dentro del sistema financiero comportaría mayor reconocimiento y claridad en su ámbito de actuación y en sus obligaciones, al tiempo que aclararía la dependencia supervisora y el régimen legal aplicable, con especial interés en materia de ciberseguridad y de prevención de blanqueo de capitales y operaciones fraudulentas, más aun teniendo en cuenta el desarrollo de las criptomonedas y la complejidad interna de los sistemas algorítmicos que se aplican. Por otro lado, se crearía un área diferenciada de otras entidades financieras donde fuese posible el desarrollo de estos nuevos modelos de negocio de economía digital de corte financiero que, muy probablemente, lleguen a una suerte de simbiosis en un futuro cercano de desaparición del dinero físico y de globalización real de los servicios financieros.

La cuestión clave que subyace en todo ello es la ecuanimidad legal por la cual la regulación debería ser igual para todos si la actividad desarrollada es exactamente la misma, o bien diferenciada si la especificidad del servicio prestado sólo permite hablar de una comparación parcial entre una fintech y una entidad bancaria.

 

Las plataformas participativas en sus múltiples modalidades (crowdfunding, crowdlending o crowdequity) o los Marketplace financieros, que permiten ya contratar también depósitos de bancos de otros países, acceder a pagos con monedas virtuales o a la gestión de activos como nunca se había hecho hasta ahora, configuran una verdadera revolución financiera con cierto sentimentalismo de “democratización financiera” al que no son ajenas las grandes compañías tecnológicas como Google, Apple, Facebook, Amazon o Samsung (GAFAS) que comienzan a competir de forma efectiva en diversos nichos del mercado financiero.

 

El fenómeno, guste o no, es equiparable al que ya se inició hace años con los portales de viajes (que han reducido mucho el negocio de las tradicionales agencias) o con los que desde hace unos años proveen alojamiento en casas particulares o permiten compartir vehículos, plazas de aparcamiento, habilidades domésticas, apuntes y trabajos para los estudios, libros, música, ropa o iniciativas solidarias.

 

Ahora bien, detrás de los servicios financieros y, en particular de los depósitos bancarios, hay una regulación que protege al inversor y que, en el caso de estos últimos, garantiza hasta 100.000 euros por depositante. Se trata de un sistema garantista nominal que se basa en la baja probabilidad de ocurrencia relativa de quiebra en el sistema bancario, necesario por el carácter estratégico de la actividad financiera en su conjunto y por la extraordinaria sensibilidad y alarma social que tendría la no preservación del ahorro. Esto es característico de las economías desarrolladas bajo los principios de la economía del bienestar, de tal suerte que ha generado la construcción de estados proteccionistas y, en cierto modo, paternalistas que no siempre podrán auxiliar a sus ciudadanos, pues no pueden garantizar más de esos 100.000 euros en los depósitos, ni la pérdida de valor del resto de inversiones financieras en acciones, bonos o cualquier otra inversión sometida al albur de los mercados; como tampoco pueden garantizar el valor de las viviendas ni, pronto, la prestación esperada de las pensiones.

 

Por ello, en este entorno de imposibilidad de certidumbre humana, pese al instinto protector del ciudadano que desean desarrollar los gobiernos y las instituciones internacionales, la llamada democratización financiera debe ser consecuente y recaer también en la autorresponsabilidad del individuo-inversor. Debe ser éste quien, bajo la certeza de que las actividades financieras a las que puede acceder son legales y no fraudulentas conforme a los criterios de los supervisores legales, debe asumir su nueva combinación ARRL (Accesibilidad-Rendimiento-Riesgo-Liquidez) a la hora de invertir, solicitando el asesoramiento adecuado y pagando por ello si lo considera necesario, igual que lo solicita en otros muchos actos de su vida cotidiana en decisiones menos relevantes y trascendentes que las financieras.

 
 
 
 
 
 
Ricardo Palomo